lunes, mayo 07, 2007

Buceando en el Paraíso

Paseamos seis días por Chiang Mai y volvimos a Bangkok por dos motivos: recuperar nuestra valija que habíamos dejado en el hotelcito familiar donde nos habíamos hospedado la primera vez y comprar una notebook que necesitábamos para reemplazar a nuestra “carreta”. Afortunadamente, la valija seguía existiendo y gracias al asesoramiento amable de Sutteenai, el dueño del hotelucho, llegamos a “Computer City”, una mole de 5 pisos donde el target exclusivo era la computación. Pasamos un día entero eligiendo la tecnología apropiada para nuestras necesidades (y además porque en el shopping ¡estaba de fresquito!) y otro día, averiguando cómo llegar a Kuala Lumpur desde las islas del sur de Tailandia, donde pensábamos pasar nuestros últimos días.
Por algún motivo desconocido a la lógica, no es posible planear un viaje por tierra desde Tailandia a Malasia, ya que nadie te puede dar información de horarios o disponibilidad al cruzar la frontera. Lo intentamos por tren y por bus, pero no hubo caso. Como queríamos asegurarnos de llegar a tiempo a KL para nuestro vuelo de regreso, consultamos por aviones. Encontramos uno muy barato por internet en Air Asia, pero desde Bangkok. Por lo tanto, había que volver una vez más a la ciudad del shopping descontrolado y el calor agonizante.
Una vez resuelto el dilema, y viéndonos obligados a regresar, le volvimos a dejar la valija a Sutteenai pero en compañía de una hermanita (un poco más abultada) que habíamos acumulado con compras en el sudeste. Obviamente, para agradecerle el gesto de guardarnos el bulto, siempre le traíamos un obsequio. Pero por alguna diferencia cultural, no estaban acostumbrados a esto y respondían a cada uno de nuestros regalos con otro. Lo que generó una cadena de atenciones que no vio su final hasta que nos fuimos definitivamente de Bangkok.
Rumbeamos a las deslumbrantes islas del Golfo de Tailandia para sumergirnos en un auténtico lujo asiático durante el último tramo del viaje. Nos tomamos un bus de larga distancia hasta la isla de Koh Tao, haciendo combinación con el ferry en Chumpon. El chofer nos despertó a las 2 de la mañana y nos abandonó en una parada desierta junto a un irlandés tan dormido como nosotros. Supuestamente teníamos la conexión incluida, pero sólo había una moto esperándonos, que con su escaso inglés pretendía llevarnos hasta el ferry. Nos negamos rotundamente (¡después de nuestra experiencia en Vietnam!) y supusimos que llegaría otro tipo de transporte. Nos pedimos un té suavecito para hacer tiempo en un restaurante al paso que estaba al lado de la parada. La mujer que atendía nos miraba como a extraterrestres. Como no entendía lo que le pedíamos, le hicimos la mímica de cómo hacer un té y finalmente obtuvimos tres tazas de café bien negro, como para no volver a pegar un ojo en toda la noche. Acostumbrados a los malentendidos, los tres nos reímos y bebimos el café sin chistar, no vaya a ser que protestáramos y se apareciera con una sopa de cerdo a las 3 de la mañana.
Al rato, vimos a otro colectivo dejar gente en la parada y finalmente, llegó la conexión que nos condujo a todos hasta la agencia, ¡donde había que hacer tiempo hasta las 6 am! Los que tenían bolsas de dormir podían tirarse a descansar en una salita vacía destinada a la pachorra. Nosotros, después del potente cafecito, nos pusimos a jugar a las cartas. El ferry tardó 3 horas y por fin llegamos a la soñada isla de Koh Tao, donde ya habíamos contratado hotel y nos esperaban en el puerto. Nos hospedamos en un Resort de Buceo espectacular a la orilla de una deliciosa y tranquila playa de arenas inmaculadas.
Durante los siguientes 4 días, la niña estudió y practicó todo el santo día para obtener su certificado de PADI Internacional, lo que la autoriza a bucear en cualquier mar del mundo, mientras el niño se bronceaba caminando por las playas y nadando en el mar tibio, debido a que ya estaba certificado. El último día, los dos nos dimos una panzada de buceo inolvidable donde vimos tortugas acuáticas, anguilas, corales alucinantes, rayas, etc.
Bucear es aprender a volar en el agua aunque rodeados de un mundo inexplicable. Una vez que el tema del oxígeno y el manejo del equipo está controlado, una vez que la mente se relaja y deja que el cuerpo flote naturalmente, los sentidos despiertan, como si hubiesen estado sonámbulos todos estos años. Los colores radiantes te seducen, las dimensiones cambian, los sonidos se agudizan de una manera escalofriante, el movimiento se aletarga, las sensaciones se profundizan y el agua densa parece sostener hasta el peso del alma. Debe ser una de las pocas veces en que nos volvemos plenamente concientes de la respiración. Pero el protagonista del vuelo es el latido intenso del corazón que retumba en esta caja sonora como un auténtico tambor. ¿Serán los peces tan afortunados de escuchar constantemente su propia sinfonía?
En el grupo de buceo también conocimos a gente muy linda. Russel era nuestro vecino de habitación, un canadiense que vive hace 9 años en Brooklyn, abogado y ecologista que estaba de vacaciones por un mes en Tailandia. También estaba Stefanie de Bélgica, quien hacía meses que viajaba por el mundo. En medio de sus andanzas conoció a su novio israelita con el que viajaron juntos por medio año. Cuando la conocimos hacía dos días que a él se le había terminado el viaje y se habían tenido que separar. Por otro lado, estaban las 3 amigas adolescentes de Noruega, obviamente rubias platinadas pero con un color dorado que daban envidia. Y completaban el grupo una pareja de londinenses que viajaban por un año; tímidos, un poco raros, pero que nos prometieron enviarnos una copia del video de buceo al finalizar su viaje (¡que no compramos porque salía 60 dólares!)
En Koh Tao nos quedamos un total de 5 días, los otros 3 los pasamos en otra isla más al sur llamada Koh Phangan. Nos hospedamos en unas cabañitas de madera con una vista al mar fabulosa en el norte de la isla, en la Bahía del Coral. Hicimos absoluta fiaca entre jugos de mango y delicias Thai.
El regreso a BKK fue una maratón. Salimos a las 8 am y recién llegamos a la capital de Tailandia a las 2 de la mañana del día siguiente. Le habíamos pedido a Sutteenai que nos guardara una habitación ese día, aunque llegáramos muy tarde, así podíamos descansar antes de tomar ambos vuelos internacionales al día siguiente. Cuando le tocamos la puerta a nuestro amigo, se levanta confundido y acongojado nos muestra que el hotel estaba lleno, que él había marcado nuestro regreso para otro día. Sin mucha energía para discutir (menos considerando que guardaba gentilmente nuestras valijas), le dijimos que no tenía importancia y que nos íbamos a buscar otro sitio.
A las 2:30 de la madrugada, luchando contra el sueño y la humedad de 150%, descompuestos de calor, nos fuimos a recorrer hoteles rogando que nos dieran un lugar donde caer rendidos. Nos acomodamos a 2 cuadras de la casa de Sutteenai en una habitación ¡con aire acondicionado! A la mañana siguiente, le agradecimos el cuidado de las valijas y nos fuimos a reorganizarlas, ya que esa misma mañana, chequeando que todo estuviera bien con el vuelo, nos desayunamos que Air Asia imponía un límite de peso: 15 kg para despachar y 7 kg en la mano, por persona. Nosotros teníamos unos ¡80 kg entre los dos! (gran parte por un cargamento de pashminas adquiridas para la reventa). Hicimos malabares como para dejar los bolsos que despachábamos livianos, poniéndonos encima todo lo que pudiéramos a pesar del calor (camperas, sweaters, pantalones largos, botas, polars en la cintura) y llevar lo más pesado en las manos. Parecíamos esquimales fuera de estación en plena mudanza. Lo que pagamos de extra equipaje fueron solo 7 kilos, ¡imagínense lo que llevábamos encima! Igual, lo que transpiramos hasta que pasamos por el control de peso ¡¡no se compara a un océano!!